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El físico irlandés John Tyndall fue el primero en descubrir, en 1859, que moléculas de gases como el dióxido de carbono, el metano y el vapor de agua (a los que hoy llamamos gases de efecto invernadero o GEI) bloquean la radiación infrarroja. Se le considera el primer científico que predijo los impactos que provocarían en el clima pequeños cambios en la composición atmosférica. Al menos, esto es lo que se enseña en las facultades de ciencias de todo el mundo.
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Sin menoscabo de las investigaciones de Tyndall, ni las posteriores del premio Nobel sueco Steven Arrhenius, a quien otros adjudican el descubrimiento del efecto invernadero, los investigadores modernos pasan por alto el trabajo de Eunice Foote. Esta investigadora realizó sus experimentos en 1856, tres años antes de que Tyndall presentara sus resultados y cuarenta antes de que Arrhenius diera a conocer los suyos.
La estadounidense Eunice Newton Foote (1819-1888) fue la primera científica en teorizar que incluso aumentos moderados en la concentración de dióxido de carbono (CO₂) atmosférico podrían provocar un calentamiento global significativo.
Desde entonces, esta relación entre el CO₂ y el clima se ha convertido en uno de los principios clave de la meteorología moderna, el efecto invernadero y la ciencia climática. Sin embargo, nadie reconoció que Foote fue la primera en hacer este descubrimiento por tratarse de una mujer que, además, fue una de las fundadoras de la Seneca Falls Convention, la primera asamblea en la que se debatieron, en 1848, los derechos de la mujer.
Olvidada más de 150 años
La mañana del 23 de agosto de 1856, cientos de hombres de ciencia, inventores y diletantes se reunieron en Albany, Nueva York, para la Octava Reunión Anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS), que iba a ser la más nutrida en participantes hasta ese momento. Estas conferencias reunían a científicos estadounidenses para compartir nuevos descubrimientos, discutir avances en sus respectivos campos y explorar nuevas áreas de investigación.
En aquella reunión no se presentaron informes de calidad salvo por una notable excepción cuya importancia científica pasó desapercibida hasta que, en 2010, fue reivindicada por Raymond P. Sorenson.
El informe en cuestión llevaba por título Circumstances Affecting the Heat of Sun’s Rays y su autora era, para sorpresa de todos, una mujer, Eunice N. Foote.
Como en esos tiempos no se permitía que las mujeres presentaran informes a la AAAS, Joseph Henry, un profesor de la Smithsonian Institution, presentó el trabajo de investigación. Ni el documento de Foote ni la presentación de Henry se incluyeron en las actas de la conferencia. En noviembre de 1856 se publicó una breve página y media en la revista de la AAAS American Journal of Art and Science.
El periodista David A. Wells publicó una reseña del trabajo en el volumen de 1857 del Annual of Scientific Discovery. Al informar sobre esa reunión anual, Wells escribió: «A continuación, el profesor Henry leyó un artículo de la señora Eunice Foote, precediéndolo con unas pocas palabras en las que dijo “que la ciencia no era de ningún país ni de ningún sexo. La esfera de la mujer abarca no solo lo bello y lo útil, sino lo verdadero”».
En una columna de la edición de septiembre de 1856 de Scientific American titulada Scientific Ladies, Foote fue elogiada por apoyar sus opiniones con experimentos prácticos: Algunos no solo han mantenido, sino expresado, la funesta idea de que las mujeres no poseen la fuerza mental necesaria para la investigación científica […] Los experimentos de la señora Foote ofrecen abundante evidencia de la capacidad de la mujer para investigar cualquier tema con originalidad y precisión».
«La ciencia no era de ningún país ni de ningún sexo. La esfera de la mujer abarca no solo lo bello y lo útil, sino lo verdadero».
La ciencia en casa
El experimento pionero de Foote era ingeniosamente casero. Usando cuatro termómetros, dos cilindros de vidrio y una bomba de vacío, aisló los gases componentes de la atmósfera y los expuso a los rayos del sol, tanto a la luz solar directa como a la sombra.
Al medir el cambio de sus temperaturas, descubrió que el CO₂ y el vapor de agua absorbían calor suficiente como para que esta absorción pudiera afectar el clima: «Una atmósfera de [CO₂] le daría a nuestra Tierra una temperatura alta; y si, como algunos suponen, en un período de su historia, el aire se había mezclado con él en una proporción mayor que en la actualidad, […] de ello debió de resultar una temperatura necesariamente mayor».
En esos momentos, Foote estaba años por delante de la ciencia de su tiempo. Lo que describió y teorizó fue el calentamiento gradual de la atmósfera de la Tierra, lo que hoy llamamos el efecto invernadero.
Lo hizo tres años antes que John Tyndall, cuyos experimentos más sofisticados demostraron de manera concluyente que el efecto invernadero de la Tierra proviene del vapor de agua y otros gases como el CO₂, que absorbe y emite energía infrarroja térmica. En su publicación, Tyndall no mencionó a Foote. Se desconoce si conocía su trabajo o pensaba que no era relevante.
Según Roland Jackson, la falta de la cita del trabajo de Foote se debió probablemente a que no lo había leído: «La comunicación científica directa a través del Atlántico era escasa en la década de 1850 y, como las instituciones científicas estadounidenses tenían relativamente poco peso en Europa, las relaciones personales eran particularmente importantes».
Era poco probable que una científica estadounidense aficionada que vivía en los alrededores de Albany a mediados del siglo XIX tuviera conexiones con prestigiosos investigadores extranjeros. Y eso que la educación de Foote fue excéntrica incluso para su época. Según John Perlin, que ha estado haciendo campaña durante años para reivindicar a Foote en la historia de la ciencia: «Durante su adolescencia, Foote asistió al Troy Female Seminary, cuyas alumnas eran invitadas a asistir a conferencias de ciencias en una escuela que luego se convirtió en el Rensselaer Polytechnic Institute, fundada por un expresidiario llamado Amos Eaton, que había sido sentenciado a cadena perpetua por fraude, pero fue liberado después de cuatro años para que pudiera seguir su trabajo como apóstol de la educación científica.
Eaton creía que los hombres y las mujeres deberían tener igual acceso a la educación científica, lo que era una idea descabellada a principios del siglo XIX. Para cumplir su objetivo, contó con Emma Hart Willard, la maestra fundadora del Troy Female Seminary, una educadora y activista que estableció el primer plan de estudios de ciencias para las mujeres, que era igual o mejor que cualquier otro exclusivo para hombres. Eaton también diseñó la construcción de laboratorios de química en ambas instituciones, que fueron los primeros en el mundo construidos exclusivamente para estudiantes. Fue allí donde Eunice desarrolló sus habilidades científicas experimentales.
Para una mujer como Eunice Foote, que también era una activista del movimiento por los derechos de las mujeres, no debió resultar agradable verse relegada en la presentación de su propio descubrimiento. The Road to Seneca Falls de Judith Wellman muestra que Foote firmó la Seneca Falls Convention Declaration of Sentiments de 1848, y fue designada junto a la famosa activista y abolicionista Elizabeth Cady Stanton para editar la actas de la Convención destinadas a su publicación.
Como otras muchas mujeres científicas olvidadas por la historia.
«La historia de Foote destaca las formas de discriminación que mantuvieron a las mujeres en la trastienda de la ciencia».
El trabajo de Foote con los GEI no puede reemplazar al de Tyndall, que contaba con un laboratorio excelentemente dotado y cuya obra en conjunto ha sido más relevante para la ciencia actual. Sin embargo, incluir el trabajo de Foote de 1856 en la historia de la ciencia climática nos recuerda que el camino para entender las interacciones humanas con la atmósfera ha sido un esfuerzo continuo durante más de siglo y medio.
Y resulta que el primer paso de ese camino lo dio una mujer.
Autor: Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.