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Uno de los grandes agujeros que tiene una incidencia clara es el de la falta de referentes. Como decía la astronauta Sally Ride: “Las chicas jóvenes necesitan ver modelos a seguir en cualquier carrera que elijan para poder imaginarse a sí mismas haciendo ese trabajo algún día. No puedes ser lo que no puedes ver”. De hecho, un estudio realizado por Microsoft entre 11 500 niñas de toda Europa establece una clara conexión entre la visibilidad de esos modelos en el mundo de la ciencia y la tecnología y el interés de las niñas por materias STEM.

Desde 2010, y como iniciativa de la Unión Internacional de Telecomunicaciones de Naciones Unidas, celebramos el cuarto jueves del mes de abril el Día Internacional de las Niñas en las TIC. Si seguimos conmemorando esta efeméride es porque los datos de la presencia femenina en este ámbito no son buenos. Ya hemos hablado de la tubería que gotea por la que perdemos talento femenino desde edades muy tempranas.

Uno de los grandes agujeros que tiene una incidencia clara es el de la falta de referentes. Como decía la astronauta Sally Ride: “Las chicas jóvenes necesitan ver modelos a seguir en cualquier carrera que elijan para poder imaginarse a sí mismas haciendo ese trabajo algún día. No puedes ser lo que no puedes ver”. De hecho, un estudio realizado por Microsoft entre 11 500 niñas de toda Europa establece una clara conexión entre la visibilidad de esos modelos en el mundo de la ciencia y la tecnología y el interés de las niñas por materias STEM.

Pero, ¿qué ha pasado a lo largo de la historia para no tener esos referentes? ¿No ha habido mujeres que trabajaran en ciencia y tecnología?

La respuesta es sí, y muchas. Pero también han sido muchas las que han perdido su nombre a lo largo del tiempo (o incluso en su propia época).

Las refrigerator ladies

Empecemos por la archiconocida Ada Lovelace. Si bien ahora la tenemos más que presente, en 1843 publicaba en una revista científica una serie de notas sobre la máquina analítica de Babbage con sus iniciales (A. A. L.) para no ser censurada por el mero hecho de ser mujer.

Dos mujeres operando la computadora ENIAC.

Saltemos ahora a 1946, fecha en la que se puso en marcha la máquina ENIAC, una de las primeras computadoras de propósito general. Nos llegaron numerosas fotografías de ese mastodonte que pesaba 27 toneladas y ocupaba una habitación entera. En ellas aparecían hombres y mujeres. Sin embargo, solo figuraban los nombres de ellos. Por eso, durante muchos años se consideró que esas mujeres eran “refrigerator ladies” o dicho de otra manera, mujeres florero de adorno.

No fue hasta los años 80 que la investigadora Kathy Kleiman descubrió que esas seis mujeres que aparecían en las fotos habían sido nada más y nada menos que las programadoras de la máquina: Frances “Betty” Snyder Holberton, Jean Jennings Bartik, Kathleen “Kay” McNulty Mauchly Antonelli, Marlyn Wescoff Meltzer, Ruth Lichterman Teitelbaum y Frances Bilas Spence. Habían sido reclutadas por el ejército durante la Segunda Guerra Mundial por sus habilidades matemáticas. Comenzaron calculando a mano las trayectorias balísticas (de ahí su nombre como “calculadoras”) y terminaron programando ENIAC en una época en la que no había ni lenguajes de programación, ni manuales, ni compiladores, ni sistemas operativos.

Nuestra siguiente historia de mujer sin nombre data de 1971. En esa fecha se celebró una conferencia científica internacional en Estados Unidos. En el encuentro había solo una mujer entre los asistentes. Pero, ¡oh, qué sorpresa! su nombre era el único que no estaba incluido en la información adjunta a la fotografía que se tomó. Años más tarde, la ilustradora estadounidense Candace Jean Andersen se topó con esa imagen en blanco y negro y decidió colgarla en Twitter, pidiendo a sus followers que le ayudaran en la búsqueda.

Más de 12.000 personas respondieron su tuit, algunas del centro de investigación Smithsonian, que había financiado la conferencia. De hecho, una investigadora del Smithsonian consultó con uno de sus superiores que había acudido a la conferencia. La organizadora del encuentro también hizo lo mismo y descubrió que fue su jefe quien sacó la foto. Dieron con el nombre que buscaban: Sheila Minor. Pero ninguno de los dos hombres confirmaban el dato por completo. Ni siquiera tenían muy claro el cargo que ocupaba esa mujer afroamericana. Pensaban que era solo una asistente administrativa.

Andersen entonces la buscó en Facebook y contactó con ella. Obtuvo respuesta: “Dios mío. Sí, esa soy yo. Hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy lejana”. La única mujer de la foto no era la auxiliar administrativa de nadie. Era una licenciada en Biología que trabajaba en ese momento como técnica de investigación biológica. Posee un máster en Ciencia Medioambiental, formó parte de varios programas centrados en mejorar la educación científica en escuelas e institutos del país e investigó sobre mamíferos durante más de 35 años en el Gobierno estadounidense.

Una vez más, su nombre se perdió.

En esa misma línea, un estudio analizó las publicaciones científicas generadas en torno a la genética de poblaciones entre 1970 y 1990. Las conclusiones mostraron que, si bien ellos eran los autores, ellas figuraban en la sección de agradecimientos aunque su contribución hubiera sido importante para la investigación.

Otro ejemplo es el del Science History Institute de Filadelfia. Encontró una imagen en su archivo digital de un laboratorio con un hombre y cinco mujeres. Él tenía nombre (Michael Somogyi). Ellas estaban etiquetadas como “female laboratory assistants”. Por eso, han decidido lanzar una campaña de crowdsourcing para buscar la identidad de mujeres científicas que son un misterio.

La colección del Instituto tiene muchas fotografías de mujeres en laboratorios que aparecen trabajando en diferentes roles científicos, prueba de que siempre han estado involucradas en ese ámbito. No es que las mujeres no estuvieran allí. Es que se las ha escondido. Como decía Virginia Wolf, anónimo es nombre de mujer.

Autoras: Lorena Fernández Álvarez (@loretahur), Directora de identidad digital, Universidad de Deusto.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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